miércoles, 20 de agosto de 2014

Diferencias y Semejanzas del Cuento y la Novela


Una novela y un cuento tienen muchas diferencias por ejemplo; que la novela es más extensa y el cuento es más breve y muchas semejanzas como de que ambas son narraciones.
Una de esas diferencias seria que un cuento trata solo un asunto como es en el caso de “Juego para Tahúres” de Rodolfo Walsh es el asesinato. En cambio la novela puede tratar vario asuntos en sus diferentes capítulos o uno solo pero contando todos los detalles posibles como seria en el caso “El inventor de juegos” de Pablo de Santi. Otra seria que los diálogos en una novela dan a conocer a los personajes en cambio en el cuento están subordinados a la trama del acontecimiento principal y no es un mecanismo independiente. Otra diferencia es que la longitud de una novela permite al lector seguir matrimonios, vidas enteras e incluso guerras, de principio a finen cambio el cuento se centra por completo en un solo evento importante.
Las semejanzas podrían ser que ambas siempre tendrán un solo personaje principal, también ambas pueden ser interpretadas de diferentes maneras dependiendo del lugar tiempo y persona que lo esté leyendo

Si bien la novela se estructura también como el cuento en un inicio, un desarrollo y un desenlace, estas tres partes suelen tener una extensión aproximadamente igual en la novela, mientras que en el cuento existe una dominación de un solo nudo o núcleo alrededor del cual gira la historia. Como ocurre en el caso de la novela “El inventor de juegos” de Pablo de Santis o el cuento “Juego para Tahúres” de Rodolfo Walsh

miércoles, 13 de agosto de 2014

"Ante la ley" - Franz Kafka

Ante la leyFranz Kafka

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.
FIN

Este, aunque no parezca, es un cuento fantástico ya que el escritor presenta al campesino como alguien que pasa toda su vida esperando pasar hasta el punto en que se volvió viejo y gris sin hacer nada mas que observar al guardia 

Franz Kafka fue un escritor de origen judío nacido en Bohemia que escribió en alemán. Sus obra están consideradas como una de las más influyentes de la literatura universal. Nació el 3 de Julio de 1883 en Praga y murió el 3 de Junio al los 40 años en Kierling 

Cursó sus estudios primarios entre 1889 y 1893, en la Deutsche Knabenschule, actualmente Masa Única
Comenzó a estudiar Química en la Universidad de Praga, pero solo aguantó dos semanas. A continuación, probó también en Historia del Arte y Filología alemana, pero finalmente, y obligado por su padre, estudió Derecho.
Al terminar la carrera de Derecho en 1906 realizó un año de servicio obligatorio en los tribunales civiles y penales, con funciones administrativas. Tras ello, ingresó como pasante, también sin retribución, en una agencia italiana de seguros de accidentes laborales; fue entonces cuando comenzó a escribir. 
En 1912 Kafka tomó conciencia de ser escritor. Escribió en ocho horas Das Urteil (El juicio) y a finales de noviembre de 1912 terminó su obra Contemplación tambien a escrito cuentos tales como Ser infeliz o Un golpe a la puerta del Cortijo.

"El inventor de juegos" - Pablo de Santis

Capitulo: Nicolás Dragó

Cuando el tren se detuvo en la estación de Zyl, Iván observó que el viento se había encargado de abreviar el nombre de la ciudad: al cartel solo le quedaba la letra Z, en la estación solo había una oficina de correos  que parecía cerrada, un reloj de hierro detenido para siempre en las nueve y cuarto, y cinco grandes cubos de cemento pintados como dados, que servían como bancos.
Su abuelo lo esperaba en el andén. Un paraguas amarillo lo protegía de la llovizna. Nicolás Dragó con sus anteojos de cristales redondos hasta que estuvo seguro de que era su nieto. Es Entonces se acercó a abrazarlo. Era evidente que no tenía práctica en abrazos, porque sus gestos eran ligeramente exagerados, como si copiara una escena vista en una película.
                - Bienvenido. –Miro con tristeza la guía que Iván sostenía en la mano-.Nunca les creas a las guías. Saben mucho del espacio y poco del tiempo.
Iván y su abuelo avanzaron por una avenida desierta. El polvo había sepultado las rayuelas que decoraban el piso, pero ahora la llovizna hacia reaparecer con  timidez un número siete y algún resto de amarillo. Las casas antes pintadas de colores brillantes, lucían desteñidas y abandonadas.
                -¿Nadie vive aquí?  -Pregunto Iván.
                -La gente aparece de a poco. Esta zona es una de las más despobladas, pero ya verás que no todo está tan falto de vida.
                -Es cierto  –Dijo Iván y saludo con la mano a un chico que levantaba la suya. Un poco más lejos había una mujer con una bolsa del mercado.  Iván espero a que el chico bajara la mano y que la mujer siguiera caminando, pero los dos quedaron inmóviles.
                -¿A dónde vas?                 Mi casa es por aquí. –trato de distraerlo su abuelo. Pero Iván ya corría hacia las dos figuras, que no tenían apuro por alejarse. Eran siluetas de madera pintada. La lluvia de los últimos años casi les había borrado los rasgos de la cara
                Su abuelo le explico:
                -Las hicimos hace mucho tiempo, para los pasajeros del tren. No queríamos que vieran el pueblo vacío. Teníamos  unos cuantos: un policía, un granjero, una mujer que paseaba un perro. Había una chica con paraguas, para mostrar en los días de lluvia, los cambiábamos de lugar cada vez que llegaba el tren, para que los pasajeros no se dieran cuenta del truco. Pero al final nos cansamos y los dejamos ahí. La mayoría se estropeó. Estos dos son los últimos que siguen en pie.

La casa de Nicolás Dragó era como el cuarto de un niño que se hubiera expandido por corredores,  salones y escaleras. En muchos años nadie había puesto orden, y el suelo estaba lleno de astillas de madera, pinceles que ya no servían y tubos de pintura vacíos.
El abuelo aparto de la mesa  las piezas de un rompecabezas que estaba pintado y estiro un mantel a cuadros generoso en manchas y remiendos. Luego llevó a la mesa una botella de vino, otra de agua y una fuente con tallarines.
-Voy a decirte la verdad: al principio trate de que tu tía no te enviara hacia aquí. Me parecía que en la capital ibas a estar mucho mejor. No quería que te contagiaras del desaliento que se respira en Zyl. Pero en su última carta, además de hablarme de cierta Búsqueda del tesoro que termino en catástrofe…
-No pensaba que el colegio se iba a hundir… -Se apuró a decir Iván.
-No es eso lo que me importa. Tu tía me dijo que una vez , hace varios años, enviaste un juego por correo. Y que recibiste una respuesta.
Iván abrió su mano derecha.
-Esta es la respuesta. Pero no fui el único seleccionado. Hubo otros diez mil…
Nicolás había tomado la mano de su nieto entre las suyas y miraba el dibujo con temor, como si fuera la marca de una enfermedad mental.
-No. No hubo otros seleccionados. Eran el único. Si yo hubiera sabido antes lo del concurso…¿Cómo era tu juego?
Iván lo explico tan detalladamente como lo recordaba y le habló de la revista Las aventuras de Víctor Jade, del Trasatlántico Napoleón, de la compañía de los juegos profundos. Cuando terminó, dijo su abuelo:
-Zyl fue alguna vez una ciudad próspera. Aquí se fabricaban los mejores tableros de ajedrez y los rompecabezas más perfectos. De aquí salían las cajas azules del Cerebro mágico, los naipes Zenia, que brillaban en la oscuridad, y algunos juegos quizás olvidados como La caza del oso verde y La torre de Babel. Pero de a poco todos nos fueron olvidando y o quedó nada. Mientras nuestra ciudad se apagaba, la Compañía de los Juegos Profundos crecían.
-¿Y que tiene eso que ver con mi tatuaje?
-Es el símbolo de la Compañía. Pero antes de ser eso, era algo que nos pertenecía.
-¿Una pieza de uno de tus rompecabezas?
No, yo no podría haber hecho algo tan perfecto. Ya tendrás tiempo de saber a qué rompecabezas pertenece esa pieza. No quiero abrumarte en tu primer día en Zyl.
Terminada la cena. Su abuelo lo llevó al que sería su cuarto, en el piso de arriba, y lo dejo solo. La habitación había pertenecido al padre de Iván. En las repisas había libros de aventura, un velero de madera, algunos autos de metal y una lupa. En una foto de su padre aparecía junto con amigos en la entrada del laberinto de Zyl.
Iván pensó con tristeza en la distancia que había separado a su padre y a su abuelo durante cien años. A causa de alguna remota pelea, cuando se veían, una o dos veces por años, ninguno de los dos le dirigía la palabra al otro. Su padre había huido  de Zyl muy joven. Nunca le habían gustado los juegos.
Iván se acostó y se tapó con una manta. El sueño tardaba en llegar. Oía abajo los pasos inquietos de su abuelo que iba y venía de una punta a la otra del comedor.
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Capitulo: La habitación de los sueños

Iván corrió hasta el fondo del pasillo y llegó a ver al escarabajo que se perdía en un recodo. Más veloz que el libro, lo alcanzó antes de que cayera por la escalera. El mecanismo del libro parecía estar a punto de agotarse, las patas del escarabajo se movían con lentitud  y un rumor a engranaje oxidado se dejaba oír  a través de la portada. No dejaba de ser un milagro cansado. Cuando Iván estiró la mano para tomarlo, el libro, como si hubiera encontrado una solución a su problema en alguna de sus muchas páginas, rodó escaleras abajo y se perdió de vista.
El falso Iván estaba junto a él.
                -¿Me estas siguiendo? –preguntó Iván.
-Quiero ver cómo actúa el verdadero Iván Dragó. Me sirve para comparar hasta qué punto soy fiel al modelo. La verdad es que estoy un poco decepcionado.
                -¿Qué esperabas?
                -Cuando yo hago de Iván Dragó, pongo más fuerza, más expresión, recién,  en la escena del escarabajo, me hubiera tirado por las escaleras.
                -No es mala idea –dijo Iván, y le dio un leve empujón.
                El falso Iván, que era bastante torpe, estuvo a punto de caer rodando. Bajó los escalones a zancadas  y terminó sentado en el piso. Pero estaba menos preocupado por la caída que por el libro. Miró con alarma el camino que había tomado el escarabajo verde.
                -Lo que me temía – dijo- El libro acaba de entrar en la habitación de los sueños de Morodian.
                La escalera lo habían llevado a u hall de pareces blancas, donde había una única puerta, que estaba entreabierta. El falso Iván le hizo una señal de silencio y se asomó a la habitación
                -¿Ahí duerme Morodian?
                -Silencio… -El falso Iván trato de escuchar-. Todavía no empezó a hablar.
                Iván se asomó. La habitación era prodigiosamente grande. En el centro, en una cama gigante,  con una cabecera que mostraba figuras de bronce, dormía Morodian. Era un hombre alto, pero la cama era tan grande que parecía diminuto. Respiraba pesadamente, y movía los dedos de las manos continuamente. Iván reconoció los largos dedos blancos que había visto en el televisor.
                Los párpados eran casi transparentes; a través de ellos se podía ver el movimiento de sus grandes ojos vigilantes.
-¿Sabe que estoy aquí?
-Sabe que estas, pero no distingue que es real y que no. Te ha incorporado a sus sueños. Mientras estás aquí, conmigo, estás a la vez en el vientre de una ballena, o en el sótano de un castillo.
Junto a la cama había un hombre vestido de negro con un cuaderno en las rodillas y con un artefacto que era a la vez lapicera y linterna. Esperaba el momento de empezar a tomar nota.
El falso Iván susurro:
-Uno de los trabajos más difíciles de la Compañía de los juegos Profundos es el de anotar los sueños de Morodian. Hay un departamento especial que se ocupa del asunto, y están mejor pagos que los dibujantes. Los llamamos los escribas del sueño. Son tres: duermen de día, y de noche se van turnando para cumplir con esta tarea. Morodian nunca duerme si no hay alguien que tome nota de sus sueños.
-Pero no dice nada. Duerme profundamente.
-Hacia las dos de la mañana empieza a hablar. A veces forma frases con sentido, otras veces palabras sueltas, o habla en lenguas extrañas. El trabajo de escribas del sueño es muy complicado y exige una gran sensibilidad, porque no basta con tomar nota. Si los sueños en aparecer, o si se repiten sueños ya soñados, el escriban debe estimular a Morodian. Hace sonar una campana de cristal, o pasa la grabación del ruido de un tren, o aplasta una rosa frente su nariz.
El escriba miró a los recién llegados con reprobación.
                -Ya nos vamos –dijo el falso Iván. Y dirigiéndose a Dragó, explico-: Son muy celosos de su trabajo. No quiero que nadie esté presente. Cada uno tiene su propia técnica y sus secretos para hacer soñar a Morodian, y no quieren que los otros se lo copien. El que está ahora se llama Razum, y es muy malhumorado, aunque tiene fama de ser el más riguroso. Quinterión, el más joven, es un poco atropellado, y más de una vez estuvo a punto de despertar a Morodian. ¡Imagínate lo que eso significa, despertar al Profundo en mitad de un sueño! Tardó en aprender que los estímulos deben ser sutiles, y que las trompetas, los desplazamientos de la cama y las jaulas con fieras estaban fuera de lugar.
                Morodian se movió y dijo alguna palabra incomprensible. El falso Iván bajo la voz.
                -El mejor era Arsenio. Conocía el secreto para arrancar de Morodian exactamente lo que quería. Si Morodian deseaba hacer un juego que representara la vida subterránea, sabía cómo sugerir túneles y sótanos. Las pesadillas le obedecían. Tenía tanto poder sobre Morodian que finalmente cayó en desgracia.
                -Silencio –dijo el escriba Razun, de mal modo.
                Morodian había empezado a hablar. Iván no llegó a entender lo que decía. Hablaba con una voz gutural, profunda, como si alguien o algo hablaran desde su interior. Pero era evidente que Razun había entendido todo porque su lapicera luminosa ya volaba sobre el papel.
                -Antes de irnos tenemos que encontrar el libro –dijo el falso Iván. Y se repartieron la tarea de buscar por el cuarto.
                La voz de Morodian seguía sonando, lastimera. El sueño aún no era una pesadilla, pero encerraba un dolor profundo.
                Iván buscó debajo de la cama. Encontró unas viejas pantuflas, dos ejemplare de Las aventuras de Víctor Jade y unas hojas escritas a máquina que parecía el reglamento de un juego, pero el libro no estaba allí. Su cabeza choco con un obstáculo. Lo ilumino con su linterna de bolsillo. Era una caja negra, pesada, que se cerraba con un broche dorado. No había señales del escarabajo.
                -Lo tengo  –dijo Iván, desde un rincón del cuarto.
                Al ser descubierto, el libro hizo un rudo que sonó como un gemido de decepción, y que estuvo a punto de despertar a Morodian. El Profundo se sentó en la cama y registro con los ojos cerrados la habitación. Una gota de sudor cruzo la frente del escriba y cayó sobre la página.
                Morodian vestía un pijama de franela gris. De su pecho colgaba una serie de medallas ganadas en concursos de juegos durante su juventud. Las medallas le daban al pijama un aire militar. En el cuello llevaba una cadena, de la que colgaba una esfera de cristal. Iván vio con claridad que en el interior de la esfera estaba la pieza robada del rompecabezas de Zyl. Tuvo el impulso de arrancar el amuleto y escapar. Pero había tanto por en la Compañía de los Juegos Profundos…
                -Váyanse ya  –ordenó Razum, que apenas podía contenerse. La mano que sostenía la lapicera temblaba- . Miren cómo se ha trabado el sueño de Morodian.
                Razum abrió una valija de cuero negro que parecía el maletín y sacó de ella una pequeña caja. De ahí tomo un pañuelo de hojas secas que comenzó a frotar muy cerca de la cara de Morodian.
                Iván y el falso Iván se marcharon con el libro capturado, mientras Morodian articulaba frases de las que solo se entendían algunas palabras…pobre…jardinero…salida…los…caminos…Zyl…
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miércoles, 6 de agosto de 2014

"Axolotl" - de Julio Cortazár

Axolotl
Julio Cortázar

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardín des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.

Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.

Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

axolotl



Son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma
Tienen pequeños rostros rosados aztecas, algunos son capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. 



axolotl

El narrador de la historia es el chico que en un determinado momento se transforma en un axolotl. 
Esta transformación también logra que el cuento este en primera persona  del singular y del plural:

- Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos.




martes, 5 de agosto de 2014

“Cuento para Tahúres” de Rodolfo Walsh


Cuentos para tahúres
Rodolfo Walsh
  Salió no más el 10 -un 4 y un 6- cuando ya nadie lo creía. A mí qué me importaba, hacía rato que me habían dejado seco. Pero hubo un murmullo feo entre los jugadores acodados a la mesa del billar y los mirones que formaban rueda. Renato Flores palideció y se pasó el pañuelo a cuadros por la frente húmeda. Después juntó con pesado movimiento los billetes de la apuesta, los alisó uno a uno y, doblándolos en cuatro, a lo largo, los fue metiendo entre los dedos de la mano izquierda, donde quedaron como otra mano rugosa y sucia entrelazada perpendicularmente a la suya. Con estudiada lentitud puso los dados en el cubilete y empezó a sacudirlos. Un doble pliegue vertical le partía el entrecejo oscuro. Parecía barajar un problema que se le hacía cada vez más difícil. Por fin se encogió de hombros.  -Lo que quieran... -dijo.
  Ya nadie se acordaba del tachito de la coima. Jiménez, el del negocio, presenciaba desde lejos sin animarse a recordarlo. Jesús Pereyra se levantó y echó sobre la mesa, sin contarlo, un montón de plata.
  -La suerte es la suerte -dijo con una lucecita asesina en la mirada-. Habrá que irse a dormir.
  Yo soy hombre tranquilo; en cuanto oí aquello, gané el rincón más cercano a la puerta. Pero Flores bajó la vista y se hizo el desentendido.
  -Hay que saber perder -dijo Zúñiga sentenciosamente, poniendo un billetito de cinco en la mesa. Y añadió con retintín-: Total, venimos a divertirnos.
  -¡Siete pases seguidos! -comentó, admirado, uno de los de afuera.
   Flores lo midió de arriba abajo.
  -¡Vos, siempre rezando! -dijo con desprecio.
  Después he tratado de recordar el lugar que ocupaba cada uno antes de que empezara el alboroto. Flores estaba lejos de la puerta, contra la pared del fondo. A la izquierda, por donde venía la ronda, tenía a Zúñiga. Al frente, separado de él por el ancho de la mesa del billar, estaba Pereyra. Cuando Pereyra se levantó dos o tres más hicieron lo mismo. Yo me figuré que sería por el interés del juego, pero después vi que Pereyra tenía la vista clavada en las manos de Flores. Los demás miraban el paño verde donde iban a caer los dados, pero él sólo miraba las manos de Flores.
  El montoncito de las apuestas fue creciendo: había billetes de todos tamaños y hasta algunas monedas que puso uno de los de afuera. Flores parecía vacilar. Por fin largó los dados. Pereyra no los miraba. Tenía siempre los ojos en las manos de Flores.
  -El cuatro -cantó alguno.
  En aquel momento, no sé por qué, recordé los pases que había echado Flores: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... Y ahora buscaba otra vez el 4.
  El sótano estaba lleno del humo de los cigarrillos. Flores le pidió a Jiménez que le trajera un café, y el otro se marchó rezongando. Zúñiga sonreía maliciosamente mirando la cara de rabia de Pereyra. Pegado a la pared, un borracho despertaba de tanto en tanto y decía con voz pastosa:
  -¡Voy diez a la contra! -Después se volvía a quedar dormido.
  Los dados sonaban en el cubilete y rodaban sobre la mesa. Ocho pares de ojos rodaban tras ellos. Por fin alguien exclamó:
  -¡El cuatro!
  En aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo. Encima de la mesa había una lamparita eléctrica, con una pantalla verde. Yo no vi el brazo que la hizo añicos. El sótano quedó a oscuras. Después se oyó el balazo.
  Yo me hice chiquito en mi rincón y pensé para mis adentros: "Pobre Flores, era demasiada suerte". Sentí que algo venía rodando y me tocaba en la mano. Era un dado. Tanteando en la oscuridad, encontré el compañero.
  En medio del desbande, alguien se acordó de los tubos fluorescentes del techo. Pero cuando los encendieron, no era Flores el muerto. Renato Flores seguía parado con el cubilete en la mano, en la misma posición de antes. A su izquierda, doblado en su silla, Ismael Zúñiga tenía un balazo en el pecho.
  "Le erraron a Flores", pensé en el primer momento, "y le pegaron al otro. No hay nada que hacerle, esta noche está de suerte."
  Entre varios alzaron a Zúñiga y lo tendieron sobre tres sillas puestas en hilera. Jiménez (que había bajado con el café) no quiso que lo pusieran sobre la mesa de billar para que no le mancharan el paño. De todas maneras ya no había nada que hacer.
  Me acerqué a la mesa y vi que los dados marcaban el 7. Entre ellos había un revólver 48.
  Como quien no quiere la cosa, agarré para el lado de la puerta y subí despacio la escalera. Cuando salí a la calle había muchos curiosos y un milico que doblaba corriendo la esquina.
   Aquella misma noche me acordé de los dados, que llevaba en el bolsillo -¡lo que es ser distraído!-, y me puse a jugar solo, por puro gusto. Estuve media hora sin sacar un 7. Los miré bien y vi que faltaban unos números y sobraban otros. Uno de los "chivos" tenía el 8, el 4 y el 5 repetidos en caras contrarias. El otro, el 5, el 6 y el 1. Con aquellos dados no se podía perder. No se podía perder en el primer tiro, porque no se podía formar el 2, el 3 y el 12, que en la primera mano son perdedores. Y no se podía perder en los demás porque no se podía sacar el 7, que es el número perdedor después de la primera mano. Recordé que Flores había echado siete pases seguidos, y casi todos con números difíciles: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... Y a lo último había sacado otra vez el 4. Ni una sola clavada. Ni una barraca. En cuarenta o cincuenta veces que habría tirado los dados no había sacado un solo 7, que es el número más salidor.
  Y, sin embargo, cuando yo me fui, los dados de la mesa formaban el 7, en vez del 4, que era el último número que había sacado. Todavía lo estoy viendo, clarito: un 6 y un 1.
  Al día siguiente extravié los dados y me establecí en otro barrio. Si me buscaron, no sé; por un tiempo no supe nada más del asunto. Una tarde me enteré por los diarios que Pereyra había confesado. Al parecer, se había dado cuenta de que Flores hacía trampa. Pereyra iba perdiendo mucho, porque acostumbraba jugar fuerte, y todo el mundo sabía que era mal perdedor. En aquella racha de Flores se le habían ido más de tres mil pesos. Apagó la luz de un manotazo. En la oscuridad erró el tiro, y en vez de matar a Flores mató a Zúñiga. Eso era lo que yo también había pensado en el primer momento.
  Pero después tuvieron que soltarlo. Le dijo al juez que lo habían hecho confesar a la fuerza. Quedaban muchos puntos oscuros. Es fácil errar un tiro en la oscuridad, pero Flores estaba frente a él, mientras que Zúñiga estaba a un costado, y la distancia no habrá sido mayor de un metro. Un detalle lo favoreció: los vidrios rotos de la lamparita eléctrica del sótano estaban detrás de él. Si hubiera sido él quien dio el manotazo -dijeron- los vidrios habrían caído del otro lado de la mesa de billar, donde estaban Flores y Zúñiga.
  El asunto quedó sin aclarar. Nadie vio al que pegó el manotazo a la lámpara, porque estaban todos inclinados sobre los dados. Y si alguien lo vio, no dijo nada. Yo, que podía haberlo visto, en aquel momento agaché la cabeza para encender un cigarrillo, que no llegué a encender. No se encontraron huellas en el revólver, ni se pudo averiguar quién era el dueño. Cualquiera de los que estaban alrededor de la mesa -y eran ocho o nueve- pudo pegarle el tiro a Zúñiga.
  Yo no sé quién habrá sido el que lo mató. Quien más quien menos tenía alguna cuenta que cobrarle. Pero si yo quisiera jugarle sucio a alguien en una mesa de pase inglés, me sentaría a su izquierda, y al perder yo, cambiaría los dados legítimos por un par de aquellos que encontré en el suelo, los metería en el cubilete y se los pasaría al candidato. El hombre ganaría una vez y se pondría contento. Ganaría dos veces, tres veces... y seguiría ganando. Por difícil que fuera el número que sacara de entrada, lo repetiría siempre antes de que saliera el 7. Si lo dejaran, ganaría toda la noche, porque con esos dados no se puede perder.
  Claro que yo no esperaría a ver el resultado. Me iría a dormir, y al día siguiente me enteraría por los diarios. ¡Vaya usted a echar diez o quince pases en semejante compañía! Es bueno tener un poco de suerte; tener demasiada no conviene, y ayudar a la suerte es peligroso...
  Sí, yo creo que fue Flores no más el que lo mató a Zúñiga. Y en cierto modo lo mató en defensa propia. Lo mató para que Pereyra o cualquiera de los otros no lo mataran a él. Zúñiga -por algún antiguo rencor, tal vez- le había puesto los dados falsos en el cubilete, lo había condenado a ganar toda la noche, a hacer trampa sin saberlo, lo había condenado a que lo mataran, o a dar una explicación humillante en la que nadie creería.
  Flores tardó en darse cuenta; al principio creyó que era pura suerte; después se intranquilizó; y cuando comprendió la treta de Zúñiga, cuando vio que Pereyra se paraba y no le quitaba la vista de las manos, para ver si volvía a cambiar los dados, comprendió que no le quedaba más que un camino. Para sacarse a Jiménez de encima, le pidió que le trajera un café. Esperó el momento. El momento era cuando volviera a salir el 4, como fatalmente tenía que salir, y cuando todos se inclinaran instintivamente sobre los dados.
  Entonces rompió la bombita eléctrica con un golpe del cubilete, sacó el revólver con aquel pañuelo a cuadros y le pegó el tiro a Zúñiga. Dejó el revólver en la mesa, recobró los "chivos" y los tiró al suelo. No había tiempo para más. No le convenía que se comprobara que había estado haciendo trampa, aunque fuera sin saberlo. Después metió la mano en el bolsillo de Zúñiga, le buscó los dados legítimos, que el otro había sacado del cubilete, y cuando ya empezaban a parpadear los tubos fluorescentes, los tiró sobre la mesa.
  Y esta vez sí echó clavada, un 7 grande como una casa, que es el número más salidor...
La palabra tahúr ase referencia a juego por lo tanto he marcado el vocabulario relacionado con el juego.

Es un cuento realista porque son acontecimientos que pueden ocurrir en la vida real, de hecho han habido casos similares como el de Juan Moyano. Y es un cuento policial porque esta implicado en en un asesinato 
El narrador de la historia es un testigo del asesinato que habla en primera persona, pero no se alcanza a saber su nombre, esto se puede comprobar en los siguientes casos
"A mí qué me importaba, hacía rato que me habían dejado seco"
- "Recordé los pases que había echado Flores: el 4, el 8, el 10, el 9, el 8, el 6, el 10... Y ahora buscaba otra vez el 4"

Rodolfo Jorge Walsh fue un periodista, escritor, argentino nacido el 9 de enero de 1927 y fallecido el 25 de marzo de 1977 que militó en la Alianza Libertadora Nacionalista e integró las organizaciones guerrilleras FAP y Montoneros. sus obras mas reconocidas son: Variaciones en rojo (1953), Esa Mujer (1963), Los oficios terrestres,  (1965) Un kilo de oro (1967).
http://es.wikipedia.org/wiki/Rodolfo_Walsh (biografía completa)